Poniendo a Jesucristo en el centro de nuestro pensar y obrar

Una teología como la de Calvino, que adquiere su perfil en una época donde la persecución de sus seguidores era cotidiana, que proclama separar la mentira de la verdad y que conoce el precio de la confesión que ésta exige, que ante el inicio de la contrarreforma prepara el caudal intelectual para la nueva fe a fin de lidiar con la iglesia romana y que sufre por el inevitable cisma, comparable a un divorcio matrimonial: dicha teología no puede negar la pertenencia a su época. Aún cuando esta teología vive del rigor del argumento como difícilmente otra lo haría, se percibe en ella la comprometida preocupación sobre la integridad de las congregaciones por las cuales se sabe responsable. Lo anterior rige especialmente para el centro de la Reforma, el testimonio de Cristo, que se había redescubierto y que logra su más pura expresión en la discusión respecto al rumbo de la iglesia.

En la respuesta al cardenal Sadolet (1539), que quiso devolver a Ginebra al seno de la iglesia católica, Calvino resume su cometido reformado en uno de sus más brillantes y polémicos escritos con la frase: „ mi principal esfuerzo, por el cual más he abogado en mi trabajo, estuvo siempre dirigido…. a que la fuerza y caridad de tu (Dios) Cristo se desprenda de todo sobrebarniz y resplandezca con toda claridad.“ Esta claridad, que rehuye toda oscuridad y sobrebarnices piadosos (particularmente en la doctrina de la justificación por la fe y la doctrina sobre la Santa Cena), es en primer lugar una claridad del pensamiento teológico que entrega la última certeza de que en Cristo se nos obsequia la clave del conocimiento de Dios: „Dios manifestado en carne“ como lo señala la concisa y muchas veces repetida fórmula. Él es el mediador, el puente que en cierto modo se tiende en forma „intermediaria“ y nos sostiene ante el abismo que nos separa de Dios, y por ello es al mismo tiempo, el punto de orientación que determina la comprensión de la Biblia en su totalidad. Aquí se trata de „toda la sabiduría que los seres humanos pueden entender y deben aprender en esta vida”, como Calvino lo explica con un concepto rector humanista en uno de sus primeros escritos, en el prefacio de la Biblia de Olivetan en francés („a todos los amadores de Jesucristo“, 1535). La teología como sabiduría para hacer frente a la vida: con esta aspiración se le descifra el significado de la muerte y resurrección de Cristo, como un ofrecimiento a nuestra existencia tanto controvertida como susceptible, que como tal merece ocupar el primer lugar de nuestros esfuerzos por una vida exitosa: „Acaso somos insensatos, él mismo es ante Dios nuestra sabiduría. Somos pecadores, él mismo es nuestra justicia. Somos impuros, él mismo es nuestra sanación…acaso no cargamos el cuerpo de la muerte, él mismo es nuestra vida.”

Aquí se mencionan los grandes temas que Calvino a partir de sus comentarios bíblicos materializó en la Institución de la Religión Cristiana, su obra principal que creció de edición a edición, y que en el siglo XVI desplegó en círculos cada vez más amplios el controvertido tema de la justificación por la fe con la pregunta: ¿Cómo halla justicia la vida que Dios nos ha dado? ¿Cómo encaramos sus incalculables carencias y nuestra culpa? Su respuesta es: integrándonos en la comunión que Cristo nos ofrece, sin mirarlo desde la perspectiva de un espectador „desde lejos, fuera de nosotros“, sino como El que „ha tenido a bien hacernos una sola cosa consigo mismo“.

La unidad con Cristo, la comunión con su justicia, que nos alivia de esfuerzos en vano, de buscar nuestra salvación bajo propio riesgo: ese es el programa teológico que contrapone a una iglesia, que en aquel entonces al igual que hoy, está amenazada con desgastarse y acabar en actividades que ella misma escoge („Obras del mundo“), lo que no guarda ninguna relación con el llamado hacia una existencia cristiana apartada del mundo, puesto que quien encuentra su justicia en Cristo no puede resignarse a las injusticias del mundo. Ningún otro teólogo ha intervenido con semejante firmeza en asuntos económicos y políticos en sus sermones (especialmente sobre Deuteronomio), a tal punto que por haber emprendido enérgicamente esta labor de estructurar el mundo, con cuestionable derecho se le ha querido estereotipar como padre de la modernidad. Sin embargo, aquí siempre han estado en juego otras cosas, si Calvino aboga por el justo uso de los dones de la creación, por el cobro de intereses razonables también para los pobres, por la igualdad de todos ante la ley, o si lucha por limitar el despotismo de la realeza o es un defensor de la libertad en donde el orden estatal está designado como protector: lo primordial para él es que nuestra ética y nuestro obrar que se deriva de ésta, deba responder a la norma que él piensa está trazada en la práctica ejemplar que Cristo vivió en su vida terrenal. La dimensión de justicia ilustrada aquí también debe encabezar nuestra praxis cotidiana, formulado teológicamente: la justificación tiene su objetivo en la santificación, en la orientación incondicional de nuestro obrar en el camino de Jesucristo. “No podemos poseer a Cristo sin ser hechos partícipes de su santificación; porque Él no puede ser dividido en trozos”6 Como justamente se ha dicho, esta unidad inseparable constituye el núcleo de su teología.

Esta unidad concebida en una deducción, que por largo tiempo fue olvidada, considero es el discernimiento más brillante de Calvino. Él estableció un estrecho vínculo entre Cristo y el libro fundamental de la ética bíblica, la Torá (Ley Mosaica), en vez de desligarlo directa y categóricamente de Cristo (como lo hizo la larga tradición exegética). En esta ley, según su tesis, está determinada toda la promesa de la llegada del Reino de Dios, por ello no puede haber una diferencia sustancial en la proclamación de la salvación en el Antiguo y Nuevo Testamento. Ambos, judíos y cristianos viven de la “misma sustancia”. El “legalismo” que se suponía atribuírsele a los judíos y luego a los reformados, era en su esencia la fidelidad a la ley, que Pablo denomina como “santa, justa y buena” (Ro. 7,12), puesto que Dios mismo la dio con miras a la llegada de Cristo y por eso en cierta forma sólo “en su nombre” se cumplirá: “Cristo ya era conocido entre los judíos bajo la ley mosaica”, aún cuando con toda claridad recién en el Evangelio se nos revela.7 Basándonos en esto, ¡vaya con qué libertad, ausente de tensiones y pretensiones de sabiduría, podríamos entrar en contacto con el judaísmo!

A la inversa, la unidad de la justificación y santificación concebida en Cristo, del pensar teológico y obrar cristiano, mira hacia un objetivo que Calvino lo describe como „la meditación de la vida futura” (meditatio futurae vitae). La santificación, la práctica de los cristianos, está orientada por una parte en el seguimiento de Cristo crucificado, que nos pone sin ilusión alguna en un mundo „turbulento“, dividido por luchas y que padece por innumerables males, y por otra parte, nos lleva junto con Cristo hacia la resurrección, “de la muerte cruzamos a la vida.”9 Como máxima del obrar cristiano, la ley desde sus raíces antiguo-testamentarias, es absolutamente un camino de esperanza, de lo venidero, de lo nuevo en comparación al presente, de lo revolucionario y así en cierto modo, la orientación hacia la vida futura es la prueba si hemos comprendido que ésta no significa la integración en el mundo que nos es demasiado familiar, sino en la „comunión de los santos“.

Una iglesia que se entiende como esta comunión y que pone a Cristo en el centro de su pensar y obrar, desde luego también reconocerá y realizará lo necesario para este mundo.

Prof. Dr. Christian Link, Bochum
Traducción del texto original en alemán

bY LeMS


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“Cualquier hombre que piensa que es cristiano y que ha aceptado a Cristo para la justificación sin haberlo aceptado al mismo tiempo para la santificación, se halla miserablemente engañado en la experiencia misma”

Archibal A. Hodge

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