San Agustin
Tomado de su Libro: La Predestinacion de los Santos
Ya veis lo que en aquel tiempo
pensaba acerca de la fe y de las buenas obras, aunque mi esfuerzo se dirigía a
recomendar la gracia de Dios. La misma doctrina veo que profesan ahora esos
hermanos nuestros, quienes, habiéndose interesado por la lectura de mis
libros, no se han interesado tanto en sacar de ellos conmigo el fruto
conveniente. Porque, si lo hubiesen procurado, hubieran hallado resuelta esta
cuestión, conforme a la verdad de las divinas Escrituras, en el primero de los
dos libros que, en el comienzo de mi episcopado, dediqué a la feliz memoria de
Simpliciano, obispo de Milán y sucesor de San Ambrosio. A no ser que, por caso,
no los hayan visto; si así es, procurad que lleguen a sus manos para que los
conozcan.
Del primero de
estos libros he hablado primeramente en el segundo de las Retractaciones, donde
me expreso de la siguiente forma: «De los libros que compuse siendo ya obispo,
los dos primeros, que tratan acerca de diversas cuestiones, están dedicados a
Simpliciano, prelado de la Iglesia milanense, en cuya sede sucedió al muy
bienaventurado San Ambrosio. Dos de cuyas cuestiones, tomadas de la Epístola
del apóstol San Pablo a los Romanos, las comenté en el primer libro. La
primera de ellas trata sobre lo que escribió el Apóstol: ¿Qué diremos, pues?
¿La ley es pecado? En ninguna manera,
hasta donde dice: ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a
Dios por Jesucristo Señor nuestro. [1][1] Sobre cuya cuestión estas palabras
del Apóstol: La ley es espiritual, mas yo soy carnal,[2][2]
y las restantes, en que se declara la lucha de la carne contra el espíritu, las
expuse como si aun se tratara del hombre constituido bajo el yugo de la ley y
no libertado por la gracia. Pues fue mucho más tarde cuando comprendí que tales
palabras pudieran también referirse—y con mayor probabilidad—al hombre
espiritual.
La segunda cuestión de este primer libro
comprende desde aquel pasaje donde dice: Y no sólo esto, sino también cuando
Rebeca concibió de uno, de Isaac nuestro padre,[3][3] hasta donde dice: Si el Señor de los
ejércitos no nos hubiera dejado descendencia, como Sodoma habríamos venido a
ser, y a Gomorra seríamos semejantes. Para resolver esta cuestión se ha trabajado, en efecto, por
el triunfo del libre albedrío de la voluntad humana; pero es indudable que
venció la gracia de Dios. Y no podía llegarse a otra conclusión, entendiendo
bien lo que con toda verdad y evidencia afirma el Apóstol: Porque ¿quién te
distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te
glorías como si no lo hubieras recibido? [4][4] declarando lo cual, el mártir
Cipriano lo expresó cabalmente con este mismo título, diciendo: «En ninguna
cosa debemos gloriamos, porque ninguna cosa es nuestra». Ved aquí por qué dije
más arriba que principalmente por este testimonio del Apóstol me había
convencido yo mismo acerca de esta materia, sobre la cual pensaba de manera
tan distinta, inspirándome el Señor la solución cuando, como he dicho, escribía
al obispo Simpliciano. Porque este testimonio del Apóstol, en que, para
refrenar la soberbia del hombre, se dice: ¿qué tienes que no hayas recibido? no
permite a ningún creyente decir: «Yo tengo fe y no la he recibido de nadie».
Pues con estas palabras del Apóstol sería totalmente abatida la hinchazón de
semejante respuesta. Ni tampoco le es lícito a nadie decir: «Aunque no tenga la
fe perfecta o total, tengo, no obstante, el principio de ella, por el cual
primeramente creí en Jesucristo» Porque también aquí le será respondido: ¿o qué
tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no
lo hubieras recibido?
bY LeMS
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