La Obra del Espíritu Santo


Tomado del Libro La Obra del Espíritu Santo
Tomo 1
Por Abraham Kuyper

“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”.- Salmos 33: 6

La obra del Espíritu Santo que concentra más nuestra atención, es la renovación de los elegidos a la imagen de Dios. Y esto no es todo. Sabe, incluso, a egoísmo e irreverencia hacer esto tan sobresaliente, como si se tratara de Su única obra.

Los redimidos no pueden ser santificados sin Cristo, Quien es hecho santificación para ellos; por lo tanto, la obra del Espíritu debe abarcar la Encarnación del Verbo y la obra del Mesías.

Pero la obra del Mesías involucra una obra de preparación en los Patriarcas y Profetas de Israel, y más tarde, actividad en los Apóstoles, esto es, los presagios de la Eterna Palabra en las Escrituras. Así mismo, esta revelación involucra las condiciones de la naturaleza del hombre y el desarrollo histórico de la raza; por lo tanto, al Espíritu Santo le conciernen la formación de la mente humana y el desarrollo del espíritu de la humanidad. Por último, la condición del hombre depende de la de la tierra: las influencias del sol, la luna y las estrellas; los movimientos elementales; y no en menor medida, en las acciones de los espíritus, ya sean estos ángeles, o demonios de otras esferas. Por tanto, la obra del Espíritu debe alcanzar a la totalidad de las huestes del cielo y la tierra.

Para evitar una idea mecánica de Su obra, como si comenzara y terminara al azar, como un trabajo por pieza en una fábrica, no debe ser determinado ni limitado hasta que se extienda a todas las influencias que afectan la santificación de la Iglesia. El Espíritu Santo es Dios, por ende, soberano; consecuentemente, no puede depender de estas influencias, sino que las controla por completo. Para ello, Él debe ser capaz de operarlas; de modo que Su obra debe ser honrada en todas las huestes del cielo, en el hombre y en su historia, en la preparación de las Escrituras, en la Encarnación del Verbo y en la salvación de los escogidos.

Pero esto no es todo. La salvación final de los escogidos no es el último eslabón en la cadena de los acontecimientos. La hora en que se complete su rescate será la hora del juicio final para toda la creación. La revelación Bíblica del regreso de Cristo no es un mero desfile que da cierre a esta dispensa preliminar, sino el evento grandioso y notable, la consumación de todo lo previo, la catástrofe a través de la cual todo lo que existe recibirá lo que merece.

En ese día grande y notable, los elementos se combinarán con conmoción e imponente cambio, formando una tierra y un cielo nuevos, esto es, que de estos elementos en llamas surgirá la verdadera belleza y la gloria del propósito original de Dios. Entonces, toda enfermedad, miseria, plaga, todo lo impío, todo demonio, todo espíritu que se volvió en contra de Dios, se volverá verdaderamente infernal, y todo lo malvado recibirá lo que merece, es decir, un mundo en el cual el pecado ejerce dominio absoluto. Porque, ¿qué es el infierno sino un reino en el que lo profano opera en cuerpo y alma sin ninguna restricción? Entonces, la personalidad del hombre recuperará la unidad destruida por la muerte, y Dios concederá a Sus redimidos el cumplimiento de esa bendita esperanza confesada en la tierra, en medio de conflicto y aflicción, en las palabras “Yo creo en la resurrección del cuerpo”. Entonces, Cristo triunfará sobre todo poder de Satanás, el pecado y la muerte; y así, recibirá lo que le es justo como el Cristo. Entonces, el trigo y la cizaña serán separados, la mezcla llegará a su fin, y la esperanza del pueblo de Dios se convertirá en vista; el mártir estará extasiado y su Verdugo en tormento. Luego, el velo de la Jerusalén celestial será también corrido. Las nubes que nos impidieron ver que Dios era justo en todos Sus juicios se disiparán; entonces, la sabiduría y la gloria de todos Sus consejos serán reivindicadas, tanto por Satanás y los suyos en el abismo, como por Cristo y Sus redimidos en la ciudad de nuestro Dios, y el Señor será glorioso en todas Sus obras.

De este modo, radiante por la santificación de los redimidos, vemos que la obra del Espíritu abarca, en tiempos pasados, la Encarnación, la preparación de las Escrituras y la formación del hombre y del universo; y extendiéndose por las edades, el regreso del Señor, el juicio final, y ese último cataclismo que deberá separar el cielo del infierno para siempre.

Este punto de vista, impide que nuestra forma de ver la obra del Espíritu sea la de la salvación de los redimidos. Nuestro horizonte espiritual se ensancha, pues el asunto principal no es que los escogidos sean completamente salvos, sino que Dios sea justificado en todas Sus obras y glorificado por medio del juicio. Éste debe ser el punto de vista único y verdadero para todos aquellos que reconocen que “…el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan iii. 36).

Si se es partidario de esta poderosa declaración, no habiendo perdido nuestro camino en el laberinto de lo que se denomina una inmortalidad condicional, la que en realidad aniquila al hombre; entonces, ¿cómo se puede soñar con un estado de perfecta dicha para los escogidos, mientras que los perdidos están siendo atormentados por el gusano que no morirá? ¿Es que ya no queda más amor o compasión en nuestros corazones? ¿Podemos imaginarnos a nosotros mismos disfrutando por un solo momento de la dicha del cielo, mientras el fuego no se ha apagado y ninguna antorcha encendida es llevada a la oscuridad exterior?

Hacer que la dicha de los escogidos sea el fin último de todas las cosas, mientras Satanás aún ruge en el abismo insondable, es aniquilar el pensamiento mismo de esa dicha. El amor no sólo sufre cuando un ser humano está en dolor, sino incluso cuando un animal está en peligro; cuánto más cuando un ángel hace crujir sus dientes en la tortura, siendo él tan hermoso y glorioso como lo fue Satanás antes de su caída. Y, sin embargo, la sola mención de Satanás, levanta inconscientemente la carga de nuestros corazones por el dolor, el sufrimiento y la compasión del prójimo, pues sentimos de inmediato que el conocimiento del sufrimiento de Satanás en el abismo no atrae nuestra compasión en lo más mínimo. Por el contrario, creer que Satanás existe, pero que no se encuentra en la miseria absoluta, lastimaría nuestro profundo sentido de justicia.

Y este es el punto: imaginarse la bienaventuranza de un alma que no está en absoluta unión con Cristo, es profana locura. Nadie es bendito sino Cristo, y ningún hombre puede ser bendito, sino el que es substancialmente uno con Cristo- Cristo en él y él en Cristo. De igual modo, es profana locura concebir que hombre o ángel se encuentren perdidos en el infierno, a menos que ellos mismos se hayan identificado con Satanás; habiéndose convertido, desde el punto de vista moral, en uno con él. El concepto de que un alma que no sea moralmente uno con Satanás, se encuentre en el infierno, es la más terrible crueldad de la que todo noble corazón se repliega con horror.

Todo hijo de Dios se encuentra furioso con Satanás. Satanás resulta simplemente insoportable para ellos. En su hombre interior (no importando cuan infiel pueda ser su naturaleza), existe amarga enemistad y odio implacable contra Satanás. Por lo tanto, el saber que Satanás se encuentra en el abismo insondable satisface nuestra conciencia más sagrada. El alentar en nuestro corazón alguna defensa a favor de él, constituiría traición en contra de Dios. La indescriptible profundidad de la caída de Satanás, puede atravesar su alma de una agonía tan intensa como un puñal; sin embargo, como Satanás, autor de todo lo que es demoníaco y diabólico, y quien ha herido el talón del Hijo de Dios, él nunca podrá conmovernos. ¿Por qué? ¿Cuál es la única y profunda razón por la que, en lo que se refiere a Satanás, la compasión está muerta, el odio es correcto, y el amor sería condenable? ¿Es que acaso nunca podemos mirar a Satanás sin recordar que él es el enemigo de nuestro Dios, el enemigo mortal de nuestro Cristo? Si no fuera por ello, podríamos llorar por él. Pero ahora, nuestra lealtad hacia Dios nos dice que ese llanto sería traición en contra de nuestro Rey.

Sólo podemos permanecer en una posición correcta en esta materia si medimos el fin de las cosas por lo que le pertenece a Dios. Sólo podemos observar el tema de los redimidos y de los perdidos desde el punto de vista correcto, cuando los subordinamos a lo que es más alto, esto es, la gloria de Dios. Medido a través de Él, podemos concebir a los redimidos en un estado de dicha, en el trono, pero no en peligro de caer en orgullo; pues fue, y es y siempre será, únicamente por Su gracia soberana. Pero también medido a través de Él, es que podemos pensar en aquellos identificados con Satanás, en tristeza y desgraciados, sin dañar en absoluto el sentido de justicia que se halla en el corazón del recto; pues, para aquel que ama a Dios con amor profundo y eterno, es imposible inclinarse misericordiosamente hacia Satanás. Y ese es el amor de los redimidos.

Considerada desde este punto de vista, tan superior, la obra del Espíritu Santo asume necesariamente un aspecto diferente. Ya no podemos decir que Su obra es la santificación de los escogidos, con todo lo que le precede y le sigue; sino que confesamos que es la reivindicación del consejo de Dios con todo lo que le pertenece, desde la creación y a través de los tiempos, hasta la venida del Señor Jesucristo, y en adelante por toda la eternidad, tanto en el cielo como en el infierno.

La diferencia entre estos dos puntos de vista puede ser comprendida fácilmente. De acuerdo al primero, la obra del Espíritu Santo sólo se encuentra subordinada. Lamentablemente, el hombre se encuentra caído, y por lo tanto, está enfermo. Debido a que es impuro y profano, incluso sujeto a la muerte misma, el Espíritu Santo debe purificarlo y santificarlo. Esto implica, en primer lugar, que si el hombre no hubiera pecado, el Espíritu Santo no habría tenido trabajo que hacer. En segundo lugar, que cuando el trabajo de santificación es acabado, Su acción llega a término. De acuerdo al punto de vista correcto, la obra del Espíritu es continua y eterna, comenzando con la creación, continuando durante toda la eternidad, comenzada incluso antes de que el pecado hiciera su primera aparición.

Se puede objetar que algún tiempo atrás, el autor se opuso enérgicamente a la idea de que Cristo hubiera venido al mundo aun si el pecado no hubiera entrado en él; y que ahora afirma con igual énfasis que el Espíritu Santo hubiera obrado en el mundo y en el hombre, si éste último se hubiera mantenido libre de pecado.

La respuesta es muy simple. Si Cristo no hubiera aparecido en Su calidad de Mesías, como Hijo, la Segunda Persona de la Divinidad, hubiera tenido Su propia esfera de acción divina, ocupándose de que todas las cosas fueran constituidas a través de Él. Por el contrario, si la obra del Espíritu Santo estuviera confinada a la santificación de los redimidos, y si el pecado no hubiera entrado al mundo, Él se encontraría absolutamente inactivo. Y puesto que esto sería equivalente a una negación de Su Divinidad, no puede ser tolerado ni por un momento.

Al ocupar este punto de vista superior respecto de la obra del Espíritu Santo, se le aplica el principio fundamental de las iglesias Reformadas: "Que todas las cosas deben ser medidas por la gloria de Dios".


bY LeMS

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“Cualquier hombre que piensa que es cristiano y que ha aceptado a Cristo para la justificación sin haberlo aceptado al mismo tiempo para la santificación, se halla miserablemente engañado en la experiencia misma”

Archibal A. Hodge

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